Rolls-Royce en la India

El aura de exclusividad y estatus que rodeaba a los primeros automóviles pronto les llevó a ser buscados en todo el mundo. Los opulentos palacios del subcontinente indio abrieron sus puertas a nuevas joyas como Cadillac, Isotta Fraschini, Hispano Suiza y entre los favoritos, Rolls-Royce. La marca ejerció una fascinación peculiar entre los maharajás, algunos de los cuales realizaban pedidos en masa como el maharajá de Mysore, que tenía la costumbre de comprar sus Rolls-Royce en lotes de siete, lo que llevó a los empleados de la empresa a acuñar el término “hacer un Mysore” para cualquier venta al por mayor.

Se desarrolló un nuevo tipo de vehículo “colonial” para afrontar los rigores del terreno. Duras pruebas de resistencia en todo el subcontinente pondrían a prueba al máximo el rendimiento de los coches. Los cientos de automóviles que componían las coloridas flotas indias ayudaban a crear una sensación de ocasión, y había mucha demanda de automóviles ceremoniales para eventos en los que el soberano podía presentarse ante sus súbditos con todas sus galas. Numerosas anécdotas se suceden en este floreciente período, como la de un maharajá –quizás más acostumbrado a los desfiles de elefantes– que se quejó ante la firma británica de que su nuevo y elegante Rolls-Royce era demasiado silencioso y no anunciaba adecuadamente su presencia en las celebraciones populares. Sin embargo, el silencioso motor no fue ningún inconveniente cuando los vehículos eran conducidos a la jungla a cazar tigres, con los maharajás con sus rifles encaramados en asientos altos en vehículos especialmente equipados con focos y ametralladoras.

El acabado de los vehículos avivó la imaginación de los maestros artesanos que concibieron fabulosas carrocerías en bajorrelieve adornadas con oro y joyas, volantes de marfil, salpicaderos de maderas preciosas, tapizados de piel de cocodrilo, alfombras de piel de castor, adornos de diamantes, plata y cristal y serpientes. A veces la búsqueda del coche perfecto se desbocaba en ejemplares como el coche-cisne que escupía fuego por su largo cuello “asustando a los nativos y a los elefantes”, o el Rolls-Royce dorado y amarillo con un trono en su interior, otro más pintado de rosa a juego con las zapatillas del propietario o el ejemplar que fue especialmente equipado para albergar al equipo real de cricket.

 

Eran habituales las amenazas a la firma por el descontento ante retrasos en la recepción de repuestos o asistencia técnica. Especialmente extravagante fue la venganza del maharajá de Alwar cuando no se sintió suficientemente cortejado en una oficina de Londres. De vuelta a la India, según cuentan, destinó un total de siete vehículos a recoger la basura de las calles de Nueva Delhi. Al parecer, Rolls-Royce reaccionaba con celeridad ante estas acciones haciendo todo lo posible para satisfacer las demandas de clientes tan exigentes.

La declaración de independencia de 1947 puso fin al dominio británico y al poder de los maharajás. Sus palacios se convirtieron en hoteles y algunos de sus Rolls-Royce, incluidos el “Swan Car” y la “Estrella de la India”, abandonaron el país y ahora se exhiben en museos y colecciones privadas. Es justo señalar que los maharajás también fueron grandes mecenas de las artes, y estaban lejos de ser los únicos clientes de la firma con gusto por lo extravagante. Rudyard Kipling, el escritor británico que vivió en la India, dio testimonio del esplendor de sus cortes reales al escribir que “Dios creó a los maharajás para que la humanidad pudiera tener el espectáculo de las joyas y los palacios de mármol”.

 

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